lunes, 25 de febrero de 2013

Lazarillo de tormes tratado 2

Llegue a un lugar que llamaban Maqueda, donde me encontre con un clérigo que me preguntó si sabía ayudar en misa. Yo dije que sí, porque era verdad, que aunque tambien me maltrató, mil cosas buenas me enseñó el pecador del ciego, y una de ellas fue ésta. Finalmente, el clérigo me tomó a su servicio. Escapé del trueno, y di en el relámpago, porque éste era mucho peor que el ciego. Solo digo, que toda la miseria del mundo estaba encerrada en él.
Tenía un arcón de madera viejo y cerrado con llave, la cual tenia una cinta atada en el extremo. Y cuando traía comida a casa, la metía dentro y lo cerraba. Y en el resto de la casa no había más comida, como la había en otras: algún tocino colgado al lado de la lumbre, algún queso puesto en el armario o en una tabla, alguna cesta con panecillos que sobraban, que me parece a mí, que aunque de ello no me aprobechara, solo me podía conformar con mirarlos.
Solamente había unas cebollas en una habitación a lo alto de la casa que también cerraba con llave. Me daba una cebolla cada cuatro dias, y cuando le pedía la llave para ir a por ella, y si estaba alguien presente, echaba mano al bolsillo con mucho orgullo la desataba y me la daba diciendo:
-Toma, damela despues, y no comas más de la cuenta.
Como si dentro de ella estubieran todas las conservas de Valencia, cuando no había más que las cebollas que antes mencioné. Las cuales, ,él las tenía perfectamente contadas, que si por mi desgracía comía más de una ración, me costaría caro. Es decir, me moría de hambre.
Ya que a mi me daba poco, el tenía carne para comer y cenar todos los días. Yo me tenía que conformar con el caldo, porque de carne, nada de nada, y si tenía suerte, un poco de pan.
En esta tierra, los sábados se come cabeza de carnero, y claro, a mi me tocaba ir a por el, que costaban tres monedas. Cocía la cabeza para comer los ojos, la lengua, el cogote, los sesos y la carne que había alrededor y a mi solo me quedaban los huesos roidos por el clérigo que me los echaba en el plato diciendo:
- Toma,come y disfruta que el mundo está a tus pies. Tienes mejor vida que el Papa.
" Recibirás tu merecido " decía yo en voz baja.
Al pasar  tres semanas con él me quedé tan flaco que ni mis piernas podian sostenerme en pie. Sentí que si Dios no me ayudaba, me moría. No podía usar mis mañas, porque no tenía a quien aplicarlas. Y aunque hubiera algo para comer, no le podía engañar como al ciego, que Dios me perdone (si de aque golpe falleció), que todavía aunque astuto, le faltaba aquel preciado sentido, y no podía verme, pero sentía todo lo que había a su alrededor.
Cuando estábamos en misa, no se le escapaba ninguna moneda que le daban: un ojo tenía en la gente, y otro en mis manos. Tenía contadas todas las monedas, y cuando terminaba el ofertorio, me quitaba el cesto y lo dejaba sobre el altar.
Nunca pude robarle una moneda en el tiempo que estube y sufrí con él.
De la taberna, nunca le traje ni un beneficio, porque el vino que sobraba de la misa, lo guardaba en un arcón y lo administraba de tal manera que le duraba para toda la semana, y para ocultar su gran mezquindad, me decía:
-Mira chico, los sacerdotes han de ser muy cuidadosos en el comer y el beber.
Pero mentía falsamente porque en las cofradias y funerales que rezábamos comía y bebía como un  lobo a costa ajena.
Y ya que hablo de funerales, Dios me perdone, que jamás fui tan enemigo de la naturaleza como entonces. Y esto era porque en los funerales comían bien y me hartaba. Yo rogaba a Dios que cada dia matase a uno. Y cuando dábamos sacramentos a los enfermos, especialmente la extremaunción, pedía con toda mi voluntad a Dios que le llevase a el tambien.


























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